Luciérnagas congeladas flotan sobre la calle
lagrimeando lucecitas que empapan las casas y los muros bajos.
Sobre las veredas pasan sombras fatigadas y dispersas.
La ráfaga de un automóvil desbocado es un disparo a ras del piso
donde él huye veloz puliéndose con una neblina
que no termina de llegar al suelo.
Hay huecos de sombras en los umbrales
que quieren meterse en las paredes
intuyendo alguna tibieza en el trajín de las casas.
Se adivinan luces tímidas tras algunas ventanas claudicantes.
Los revoques se descascaran imperceptiblemente.
Mientras el sueño avanza donde las señales de vida
se fueron recluyendo con discreción y sigilo.
La noche se termina de adueñar de todo lo que nos rodea.
Recogerá cansancios crujientes, nervios deshechos,
y otros retazos de vida que se acortaron
entre el trabajo y la ferocidad de la ciudad implacable.
El sueño, en su bolsa, cargará todo como una enorme
burbuja de tiniebla impredecible e insondable.
Pero gana la luz, gana la vida y tras el temblor
de las últimas estrellas, se encienden las primeras ventanas,
los primeros ojos del rocío, celebrando el augurio
de un gallo incógnito y el revoloteo cantor
de los pájaros madrugadores que alzan la melodía
de su presagio de claridad invasora
como una algazara inaugural.
El imponente sol se incorpora estallando de resplandor.
Y las palpitaciones de la gente que parte presurosa
hacia su yugo, hacen vibrar las campanadas del día
que ha de volver a fatigarla, a morderles la esperanza
trabajosamente recompuesta.
Pero de ninguna manera apagará su vocación de colmenar.
Que ha de construir, ha de mover, ha de amasar,
ha de poner en marcha las poleas de la jornada
y poco a poco, lentamente, aún en sus retrocesos
y sus claudicaciones,
ha de ir levantando (aún sin darse cuenta),
el inevitable milagro que alguna vez los hará libres
y dueños de todo lo que siembran y hacen arder pacientemente.
Héctor Negro/2009
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